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Resumen
«La belleza salvará el mundo». Dostoievski en El Idiota hace referencia a la dimensión salvífica vinculada a la belleza, que se expresa en el pensamiento escolástico de los trascendentales. Presentamos un concepto de belleza, que viene explicitado por la «via pulchritudinis», que posibilite la experiencia del encuentro con Dios. desde las referencias propias del pensamiento cristiano y de la filosofía escolástica, La belleza que lleva al encuentro de Dios no solamente se manifiesta en la huella que ha dejado el Creador en la creación, también se encuentra en la plena realización del ser humano, ocasión para que resplandezca en el ser humano la obra de la Gracia. Los santos, cristianos realizados, se coinvierten, en el arte, en expresión de esa belleza que nace del encuentro con Dios y lleva a Dios. Se presenta como ejemplo la obra de Zurbarán sobre san Francisco de Asís en la visión del papa Nicolás V.
Palabras clave
Trascendentales, Via Pulchritudinis, Belleza, Gracia, Zurbarán, Francisco de Asís, Nicolás V
Abstract
«Beauty will save the world». In The Idiot,
Dostoevsky refers to the salvific dimension linked to beauty, which is
expressed in the scholastic thought of the transcendentals.
We present a concept of beauty, which is made explicit by the «via pulchritudinis», which makes possible the experience of the
encounter with God. From the references of Christian thought and scholastic
philosophy, the beauty that leads to the encounter with God is not only
manifested in the mark that the Creator has left in creation, it is also found
in the full realization of the human being, an occasion for the work of Grace
to shine in the human being. The saints, fulfilled Christians, become, in art,
an expression of that beauty that is born from the encounter with God and leads
to God. Zurbarán’s work on Saint Francis of Assisi in
the vision of Pope Nicholas V is presented as an example.
Keywords
Transcendentals, Via Pulchritudinis, Beauty, Grace, Zurbarán, Francis of Assisi, Nicholas V
«La belleza salvará el mundo». Dostoievski. El Idiota.
La cita con la que comienza este artículo hace referencia a la dimensión salvífica vinculada a la belleza en el pensamiento del gran novelista ruso. Solamente una belleza vinculada a los trascendentales de la verdad, la bondad y la unidad puede poseer tal carácter salvífico.
Hoy queremos entonces determinar de qué hablamos cuando hablamos de una belleza capaz de esto, y de encontrar también en la belleza el medio para el acceso a la experiencia de Aquel que es la salvación.
El pensamiento cristiano ha encontrado en la «vía pulchritudinis» la ocasión de comprensión del concepto de belleza capaz de realizar la experiencia del encuentro con Dios. La historia del pensamiento, al menos hasta Kant, mostraba los elementos conceptuales que, desde las referencias propias del pensamiento cristiano y de la filosofía escolástica, permitían tal afirmación.
La belleza que lleva al encuentro de Dios no solamente se manifiesta en la huella que ha dejado el Creador en la creación; también se encuentra en la plena realización del ser humano, que, en el seguimiento de Cristo, deja que resplandezca en él la obra de la Gracia.
Los santos, cristianos realizados, personas desarrolladas por la acción de Dios en ellos, en plenitud, manifiestan también la belleza, y de esto ha dado buena cuenta gran parte de la producción artística y plástica a lo largo de la historia. En este estudio nos acercaremos a esta manifestación desde una obra del que ha sido definido como el pintor del misticismo, Francisco de Zurbarán.
La «via pulchritudinis»
En el año 2006 el tema escogido por la Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio de la cultura con la finalidad de «ayudar a la iglesia a transmitir la fe en Cristo mediante una pastoral que responda a los desafíos de la cultura contemporánea, en especial los de la increencia y la indiferencia religiosa»[1] fue «la via pulchritudinis». Tal aportación ha posibilitado, por un lado, evidenciar, desde los presupuestos de la teología católica, los elementos que sustentan una de las posibles vías de acceso a la experiencia del encuentro con Dios; y, por otro lado, desde el análisis de las características que se evidencian en la cultura y la experiencia vital del hombre occidental, las aportaciones que la belleza, en todas sus expresiones, pueden contribuir al desarrollo de la persona humana.
Aunque el texto mencionado tiene un marcado carácter pastoral, por cuanto pretende acercar a los que desde la fe y la experiencia estética quieren proponer a la persona hoy la experiencia de Dios, incluye algunos elementos que pertenecen a la tradición del pensamiento occidental y que relacionan la estética con la metafísica (en cuanto al discurso sobre los trascendentales del ser), y en el desarrollo de esta línea argumental, con distintas experiencias y posiciones de la cultura contemporánea.
En este contexto, la vía pulchritudinis viene a contribuir a la reflexión filosófico-teológica proponiendo la belleza como camino que facilita la experiencia de Dios. Son notables en este aspecto las distintas aportaciones que los pontífices desde san Pablo VI han hecho normalmente en el contexto de discursos o cartas ofrecidas a los artistas, algunos de ellos realizados en la Capilla Sixtina del Vaticano. Estos textos permiten entender por qué y en qué medida la belleza puede conducirnos a Dios.[2]
Cuando nos referimos a los trascendentales del ser, estamos hablando de la belleza, la bondad, la verdad y la unidad. Con ello seguimos el pensamiento de santo Tomás de Aquino, que, si bien no llegó a considerar la belleza como un trascendental separado del bien, si será la reflexión filosófica posterior de la escuela tomista la que haga de la belleza, como trascendental, objeto de disputa. Esto hará que Gilson afirme que la belleza es el trascendental olvidado, siempre dentro del contexto de la filosofía tomista.[3]
Camino sostiene que, desde la perspectiva tomista, la belleza es el resultado de la unión de los trascendentales. La estética tomista «surge del intento por llegar a conocer el fundamento de toda realidad (Dios), el ser y sus propiedades (trascendentales)»[4]. Afirma que lo que caracteriza a cada trascendental no es que añada nada al ser, sino que lo muestre bajo un determinado aspecto: cuando lo que viene en evidencia es su capacidad de ser conocido se evidencia el trascendental de la verdad; si es su característica de apetecible, evidencia la bondad. Y puesto que la verdad y la bondad, cuando son conocidas por el sujeto, muestran el aspecto atrayente del ser, los clásicos llaman a esta, belleza, el ser en cuanto atrayente.[5] Será esta unión la que permita manifestar, en una forma nueva para la persona de nuestro tiempo, la belleza como camino hacia el encuentro con Dios, y la contemplación y la experiencia estética, como los aspectos del ser humano, que hagan posible tal itinerario.
El pontificio Consejo para la cultura, en el documento al que hemos hecho referencia al inicio, afirma que la via pulchritudinis, por cuanto la belleza tiene de atrayente para el sujeto
«ejerce un cierto poder de atracción, todavía expresa con más vigor la realidad misma en la perfección de su forma, que es la epifanía. Lo bello se manifiesta expresando su claridad íntima. Si el bien expresa lo deseable, lo bello expresa aún más el esplendor y la luz de una perfección que se manifiesta»[6].
Platón se referirá a esta fuerza de atracción que tiene la belleza con el término «entusiasmo» que, en cuanto a experiencia de la persona, se caracteriza por un estado de éxtasis (estar fuera de sí), experimentando algo que la supera y la excede. Esta apreciación está lejos de la posición de los sofistas, creadores del primer hedonismo estético, puesto que, al identificar la belleza con el mero placer físico, la separaban de lo bello y de lo bueno. Platón en el Fedro, distinguirá el entusiasmo de la fascinación refiriéndose a esta como a un descubrimiento de carácter superficial, limitado en el tiempo y sin posibilidad de posteriores desarrollos. Por el contrario, cuando se refiere al entusiasmo señalará su capacidad de transformación de la vida del que lo experimenta y su aspecto duradero. Expresado así nos encontraremos, cuando nos referimos a la experiencia humana, con algo semejante a lo que entendemos por experiencia religiosa, y por cuanto hace referencia a la forma en que el sujeto la recibe, en tanto en cuanto experiencia de unión con el totalmente otro, nos situaremos en el terreno de la mística.
Desde lo que hemos afirmado hasta ahora, es decir, que la belleza en el pensamiento escolástico está relacionada con los trascendentales del ser, y del aspecto que en esta se manifiesta cuando el sujeto la experimenta: la experiencia de unión con el totalmente otro, nos permite sentar las bases de lo que queremos expresar al referirnos a la «via pulchritudinis». Este concepto hace referencia a una reflexión que encuentra un contexto favorable en el pensamiento cristiano, por cuanto es propio de la reflexión filosófica y teológica del cristianismo en su honda relación con la tradición de pensamiento griego. Tal vía, entonces, ofrece un itinerario para el encuentro de Dios por medio de la belleza. Afirma que la belleza, vista como una manifestación de Dios (la «claritas»), por cuanto la persona, creada con capacidad de acceso a la belleza, pueda encontrar al autor de lo bello. San Agustín, en este sentido afirmará que su alma fue trasformada por el encuentro con la Belleza de Dios, al tiempo que se lamenta de no haber hecho esa experiencia antes («tarde te amé, hermosura siempre antigua y siempre nueva, tarde te amé…». Confesiones X, 27). Y desde su propia experiencia el santo obispo de Hipona afirmará que la creación, como manifestación de la belleza que es su Creador, se convierte en una «confessio» que invita a contemplar la belleza en su fuente.
La belleza, historia de una idea
Para poder sustentar lo que se ha dicho en el apartado anterior, es necesario que nos refiramos de forma determinada al concepto de belleza, y esto no es posible sin hacer referencia a cuanto sobre ella se ha señalado en la historia del pensamiento, al menos hasta el momento en que Zurbarán ejecuta la obra que comentamos en este trabajo.
Cuando nos acercamos a la determinación del término belleza desde su transitar a lo largo de la historia del pensamiento en Occidente lo primero que viene en evidencia es que lo que se refiere al concepto de belleza no ha sido siempre entendido en la misma forma por todos los que han hablado de ella a lo largo de la historia.
Una de las constantes que permiten establecer algún tipo de clasificación en estas definiciones sería la controversia objetivo vs subjetivo. Encontraremos pensadores que cuando se refieren a la belleza ponen el acento en aquella cualidad que permanece en el objeto o en él acontecimiento que se califica como tal, independientemente del sujeto que la percibe. Por otro lado, no faltarán pensadores en este periodo histórico en los que el acento se ponga, desde la importancia que tiene la experiencia estética, en el sujeto.
También encontraremos diferencias significativas en cuanto a los atributos, que, en el objeto calificado de bello, o en la experiencia estética subjetiva, determinan que se califique dentro de esta categoría. Cuestiones como el carácter simple o complejo de los objetos, la disposición o la formación del sujeto, los elementos que pertenecen al contexto cultural en el que se ubica la experiencia estética o el objeto bello, muestran distintas aproximaciones a la comprensión del concepto que nos ocupa.
Especialmente relevante es la aportación Tartakiewicz en su obra Historia de seis ideas. Este autor indicará tres concepciones de la belleza utilizadas para las distintas teorías de la belleza a lo largo de la historia:
· Belleza en el sentido más amplio es aquella que incluye la ética y la estética no de forma que lo bello y lo perfecto aparecen como una misma cosa.
· Belleza en sentido puramente estético: comprende todo aquello, independientemente del tipo que sea, que produce una experiencia estética.
· Belleza en sentido estético limitado sólo a lo percibido por la vista: solo la figura y el color son susceptibles de ser bellos.
Para el mencionado autor es la segunda de las concepciones la que adquiere mayor relevancia en la estética actual y en cierta medida la que supone un paso de lo que llamará Gran Teoría a las posiciones estéticas que sobre la belleza se expresan después de Kant. Siendo esto así viene la necesidad de definir lo que se considera bello y para ello puede ser útil un recorrido muy breve con algunas afirmaciones de los principales autores de la Gran Teoría y la propia definición que establece Kant al final de la hegemonía de esta en el pensamiento occidental.
· Pitágoras: la escuela pitagórica asociará la belleza con las matemáticas. La belleza se manifestará en la armonía de los números y de las proporciones geométricas, en clara relación con la propuesta de que «arjè» es el número.
· Sofistas: el concepto de belleza se refiere a lo «que resulta agradable a la vista o al oído». Esta definición permite separar el concepto de belleza del de bondad.
· Estoicos: propondrán una definición tan estrecha como la de los sofistas: «aquello que posee una proporción adecuada y un color atractivo».
· Platón: desde la apreciación de su posición en el mito de la caverna se establecerá una distinción entre lo bello, reflejo imperfecto de la belleza absoluta, y la belleza, idea trascendente, forma perfecta y eterna que existe, en el mundo de las ideas. En el Banquete se referirá a la belleza como un camino espiritual que lleva al alma hacia la contemplación de lo divino.
· Aristóteles: se refiere a la belleza trascendiendo el ámbito meramente estético, pues concibe la belleza también en el ámbito funcional y moral. Por vincularla a la forma y a la proporción, la belleza se encuentra en la unidad, el orden y la simetría de las partes de un todo.
· Plotino: en el libro VI de la primera enéada afirma que «lo bello se halla, sobre todo en la vista, … y en el oído… También en un orden superior, hay ocupaciones, acciones y maneras de ser que son bellas, y la belleza de las ciencias y de las virtudes» (belleza moral)[7]. Y cuando Plotino se pregunte si hay una más alta que estas dos señala que la belleza suprema se halla en lo inteligible (belleza ontológica). En este autor encontramos una teoría de la belleza de corte espiritual y metafísica. La belleza, más que ser una cualidad estética es un camino hacia la trascendencia y la unión con lo divino.
· San Agustín: la belleza es un atributo de Dios, fuente de toda belleza. Para la experiencia estética serán los sentidos los que posibiliten la experiencia de la belleza sensible, mientras que el alma por la contemplación es la que hace posible la experiencia de la belleza espiritual. Como ya hemos indicado en su experiencia personal la belleza del mundo lo llevará a la búsqueda de Dios.
· Santo Tomás: define la belleza desde tres características: Integridad (perfección y completud del objeto), proporción (armonía y equilibrio entre las partes) y claridad (luminosidad o esplendor que emanan de su forma). Es una cualidad objetiva que es percibida por el sujeto a través de la experiencia. Vinculada a Dios, la belleza es una manifestación de la verdad y bondad divinas.
· Kant: la belleza hará referencia a aquello que no es agradable ni por medio de la impresión ni de los conceptos, sino que es necesario subjetivamente de un modo inmediato, universal y necesario.
Tatarkiewicz en su obra Historia de seis ideas, formulará la Gran Teoría sobre la belleza ofreciendo una síntesis de lo que sobre este término proviene del pensamiento griego, permitiendo así mostrar cuánto éste se ha manifestado y desarrollado a lo largo de la historia, manteniendo su hegemonía hasta el siglo xviii. Refiriéndose a la Gran Teoría afirmará que la belleza se caracteriza por:
· la objetividad: algo es bello por sí mismo independientemente de quien lo observe.
· La proporción y la armonía: términos con los que el pensamiento griego hacía referencia a los modos de relación, en el objeto o en el evento, de las partes con el todo.
· La claridad y el brillo, por las cuales se manifiesta el carácter atrayente de lo bello.
Esta posición será la que consideremos a la hora de centrar nuestra atención en una obra particular de Francisco de Zurbarán: San Francisco de Asís en la visión del papá Nicolás V de 1640.
Zurbarán, pintor del misticismo
Así se refiere al pintor de Fuente de Cantos (Badajoz) Cees Nooteboom cuando relata la visita que hace a la exposición The Sacred Made Real en la National Gallery de Londres. Después de introducirnos en los motivos que tiene para interesarse por la obra de Zurbarán ofrece al lector, en la presentación del libro que recoge las obras del pintor expuestas en esa ocasión, todo un conjunto de datos y experiencias que surgen de la contemplación de las obras expuestas. Tras hablar de Cristo crucificado, del San Serapio, de la estética del barroco y la influencia del tenebrismo en Zurbarán, expresará cuánto el realismo, puesto al servicio de la expresión del sentimiento y la experiencia religiosa, consigue en aquellos que recibieron en su tiempo las obras y no a los que se acercan a ellas siglos después. Quisiera destacar, en este sentido el siguiente párrafo:
«Es, ante todo, la idea que hay detrás la que se impone: que hubo un tiempo en el que las personas vivían en esta realidad que ya no nos permite acceder a ella como tal, y que se identificaban totalmente con ella, de modo que veían esas imágenes como cuerpos de personas reales y padecían sus sufrimientos como propios. Para lograr ese propósito, las imágenes tenían que ser lo más reales posibles: la sangre tenía que parecer sangre de verdad; y las lágrimas, lágrimas de verdad»[8].
Cees Nooteboom habla de Francisco de Zurbarán, nacido en fuente de cantos, provincia de Badajoz en 1598. Se forma artísticamente en Sevilla donde establecerá contactos con Pacheco y Velázquez. Pasa a la historia como el pintor de monjes por excelencia, que desde un ángulo sencillo, directo, severo y cotidiano acercará al observador la pasión devota y el prodigio milagroso. En 1628 se establece en Sevilla donde ejecuta grandes ciclos religiosos para los conventos de la ciudad, habitualmente ayudado por un gran taller que atendía incluso la gran demanda de iconografía religiosa de toda Andalucía e incluso de América. Cuenta un período en Madrid, posiblemente a invitación de Velázquez, le permite trabajar en las decoraciones del Palacio del Buen Retiro. De regreso a Sevilla continúa con sus obras para distintas comunidades religiosas en un momento de apogeo creativo: La Cartuja de Jerez y el monasterio de Guadalupe. Su prestigio decaerá al tiempo que van cambiando las modas artísticas y en el ámbito de su producción crece la influencia de Murillo. En 1658, tras un periodo en Sevilla en el que intensifica su producción Para América e intenta transformar su estilo bajo la influencia del desarrollado por Murillo, vuelve a Madrid, donde vive precariamente hasta su muerte acaecida en 1664.
En cuanto a su creación artística la página del Museo Nacional del Prado afirma:
«… refleja la realidad de la naturaleza con asombrosa verdad y convincente simplicidad, gustando siempre de los efectos luminosos de origen caravaggiesco -intensos, pero nunca excesivamente violentos- con objeto de obtener los valores escultóricos de cada forma. Se mantuvo siempre dentro de la corriente tenebrista de comienzos del xvii, ignorando la evolución decorativa barroca según avanzaba el siglo; tan sólo en los últimos años de su vida procuró dulcificar sus fórmulas a fin de ponerse al paso de Murillo, sin llegar a conseguirlo. A lo largo de su obra se ve que acierta decididamente al pintar figuras individuales, sin referencias espaciales, lo que explica también la perfección de sus bodegones, compuestos sin complicación, con un severo rigor geométrico. Es típico de Zurbarán, como resultado de esos principios, la curiosa manera de presentar cada motivo, ya sean figuras u objetos, con un aislamiento peculiar de las escenas, a veces incoherente, aunque ejecutado con la misma minuciosidad, precisión y cariño, tanto las partes fundamentales como los modestos detalles de naturaleza muerta»[9].
La producción artística de Zurbarán en sus colecciones para conventos y comunidades de vida monástica reflejará cuanto en el Concilio de Trento, concluido en 1563, se señale para el culto de los Santos y de las reliquias. En el Decreto sobre las imágenes, en la sesión 25, entre otras cosas señala:
«Además de esto, declara que se deben tener y conservar, principalmente en los templos, las imágenes de Cristo, de la Virgen madre de Dios, y de otros santos, y que se les debe dar el correspondiente honor y veneración: no porque se crea que hay en ellas divinidad, o virtud alguna por la que merezcan el culto, o que se les deba pedir alguna cosa, o que se haya de poner la confianza en las imágenes, como hacían en otros tiempos los gentiles, que colocaban su esperanza en los ídolos; sino porque el honor que se da a las imágenes, se refiere a los originales representados en ellas; de suerte, que adoremos a Cristo por medio de las imágenes que besamos, y en cuya presencia nos descubrimos y arrodillamos; y veneremos a los santos, cuya semejanza tienen: todo lo cual es lo que se halla establecido en los decretos de los concilios, y en especial en los del segundo Niceno contra los impugnadores de las imágenes».
Es fácil encontrar en la composición, el uso de la luz, la centralidad de aquello que se representa, incluso algunos errores que se aprecian en sus obras (la sombra de los objetos en la mesa del cuadro de San Bruno en el comedor de los cartujos), Una referencia desde la representación pictórica de esa semejanza entre lo representado y aquellos que entran a formar parte de la composición. Zurbarán ejecutará sus obras siguiendo un estricto orden y apartándose en ello de cualquier recurso superfluo. Los santos y santas representados a menudo aparecen en escenas carentes de paisaje, como si éste fuese un añadido que establezca una distancia entre el que ve la obra y la virtud y la perfección que se atribuyen al que ha sido representado. El tamaño de la imagen, las expresiones y la posición de las mismas, el sereno sufrimiento o la paz que transmiten incluso después de crueles tormentos (como vemos en la serena representación del martirio de San Serapio), nos llevan a una realidad que se intuye: a la acción de la gracia en aquellos que se han dejado seducir por el anuncio gozoso de la buena noticia de Jesús. Es como si Zurbarán consiguiera, en los pliegues de los toscos hábitos de franciscanos, mercedarios, cartujos, … en los rostros que dirigen la mirada hacia lo alto, … en las huellas que deja el sufrimiento y la pasión, … manifestar un reflejo de la santidad que viene de Dios, expresión de aquella Unión transformadora entre la criatura y el creador, manifestación de la experiencia mística.
San francisco de Asís en la producción de zurbarán, análisis del cuadro: san Fransico de Asís en la visión del papa Nicolás V del Museu d’Art de Catalunya
No es de extrañar que siendo Francisco de Zurbarán el pintor de la conventualidad, y siendo Sevilla la ciudad en que desarrolla su producción artística durante más tiempo, y en la que se ubica su taller, una parte de su producción artística se dedique a la figura de Francisco de Asís. Los modelos iconográficos que desarrolle sobre el santo fundador de las tres órdenes que se ponen bajo su patronazgo: Hermanos menores (que incluye reformado-observantes, conventuales y capuchinos), Hermanas clarisas y religiosos y laicos de la Tercera Orden, ponen en evidencia las características que algunos de estos grupos tenían, sean las que se refieren al hábito, como las que se refieren aquello que se representa de la vida del santo de Asís.
Es frecuente que represente a san Francisco solo, en actitud de oración o de contemplación, con los signos propios de la vida de penitencia (calavera) a la que en algunas de las obras dirige toda su atención mientras que en otras compone el escenario en el que la mirada del Santo se dirige hacia lo alto. No es uniforme el modo en que es vestido el Santo, reflejando las costumbres y los modos de vestir de los distintos grupos de franciscanos que forman parte de la Iglesia en su época. En ocasiones aparecerá vestido como dicen los miembros de la reforma de los capuchinos, mientras que en otras aparece tal como lo hacen los observantes o los reformados. Sin duda, se trata de una clara alusión al grupo al que pertenece quien encarga la obra.
De las pocas representaciones en que no aparece solo, dos de ellas hacen referencia a la experiencia que el santo de Asís tuvo en la Porciúncula, casa y cuna de la orden de los Hermanos Menores, donde se produce el prodigioso acontecimiento por el que el Santo de Asís obtendrá del papá Honorio III la indulgencia plenaria para todos los que visiten ese pequeño lugar en la fiesta de Nuestra Señora de Los Ángeles el dos de agosto. El otro cuadro, en el que Francisco aparece acompañado de, probablemente, Fray León representa a Francisco mientras tiene una visión tal como se concluye del resplandor representado en el vértice superior izquierdo.
De entre todas las representaciones de san Francisco que he podido observar en la elaboración de este estudio, llamó mi atención, por la ausencia de referencias a nivel iconográfico con todas las demás, de la que ocupa el presente trabajo: a diferencia de las que aparece san Francisco solo, orando, meditando, o en éxtasis, estando de pie o de rodillas, en la representación de san Francisco de Asís según la visión del papá Nicolás V se echa de menos la presencia de la calavera, el crucifijo, o el libro, que juntos o por separado aparecen en todas las otras representaciones.
En el san Francisco de la visión del papa Nicolás V, el Santo está de pie, vestido a la manera de los observantes, con las manos ocultas entre las mangas del hábito, la capucha puesta sobre la cabeza, los ojos dirigidos hacia lo alto, y el fondo que lo rodea muestra o sugiere algún elemento arquitectónico, pero destaca sobre todo la oscuridad. Antes de comenzar este estudio, fundamentalmente por las representaciones del mismo tipo iconográfico que se hicieron populares en la imaginería española del Siglo de Oro (Pedro de Mena o Gregorio Fernández), pensé que se trataba una representación más del santo de Asís en oración.
La referencia a la visión del papa Nicolás V permitió que conociese que no se trata de una representación más del santo de Asís vivo, fuera cual fuese el acontecimiento de su vida o la experiencia religiosa que se representase. Se trata de una representación de Francisco de Asís muerto, tal como fue visto en 1449 por el papa Nicolás V y el resto de los testigos cuando fue descubierto para este el cuerpo incorrupto del Santo. El cronista, fray Marcos de Lisboa, lo refiere así:
«Estaba en pie, derecho, no allegado ni recostado a parte alguna, ni de mármol, ni de pared ni en otra cosa. Tenía los ojos abiertos, como de persona viva, y alzados contra el cielo moderadamente. Estaba el cuerpo sin corrupción alguna de ninguna parte, con el color blanco y colorado, como si estuviera vivo. Tenía las manos cubiertas con las mangas del hábito delante de los pechos, como las acostumbran a traer los frailes menores; y viéndole así el Papa...alzó el hábito de encima de un pie, y vio él, y los que allí estábamos, que en aquel santo pie estaba la llaga con la sangre tan fresca y reciente como si en aquella hora se hiciera»[10]
La representación de este acontecimiento no comenzará hasta un siglo después cuando se haga público el hecho desde la crónica de Fray Marcos de Lisboa anteriormente citada. Desde ese momento será representado en algunos ciclos dedicados a la vida De san Francisco.[11] A partir de 1620 comenzará a reproducirse el motivo iconográfico, en pintura o en escultura. De la primera se conserva un cuadro en el convento de las capuchinas de Toledo, y de las esculturas, primero se producen las de Gregorio Fernández, y con posterioridad, la de Pedro de Mena.
El trabajo de Francisco de Zurbarán estará influido por la secuencia de los distintos pintores y escultores que hemos mencionado. Del mismo modo que la obra de Zurbarán influirá en artistas posteriores cuando presenten el mismo tema, permitiéndonos así hablar de un motivo iconográfico en la representación de san Francisco de Asís del que la obra de Zurbarán supone un eslabón en la cadena.
Será en 1926 cuando Sánchez Cantón haga la correcta interpretación iconográfica de la obra en su estudio de la escultura de Pedro de Mena que se conserva en la Catedral de Toledo y que responde al mismo motivo iconográfico. Hasta entonces y en ausencia de las referencias al hecho representado, este motivo iconográfico era determinado como una representación de san Francisco de Asís en éxtasis.
De este motivo iconográfico, en las dos décadas centrales del siglo xvii, Zurbarán pintará al menos tres representaciones de san Francisco de Asís según la visión del papa Nicolás V. Como ya hemos señalado lo representa sobre un fondo oscuro o enmarcado en una especie de nicho, y la ausencia de iluminación en el lugar donde se encuentra representada la figura de san Francisco, permite entender que es la luz que lleva el espectador, que toma ahora el lugar del Papa, la que permite la visión del santo incorrupto. Estamos así ante un recurso plástico que permite acercar a la experiencia del espectador, separado en el tiempo y en el espacio de los testigos del hecho, la participación en el hallazgo del cuerpo incorrupto de san Francisco de Asís, que es separado más de dos siglos de su muerte, es visto como si ésta hubiese acontecido en un pasado inmediato.
No podemos dejar de lado la consideración que el culto a las reliquias de los Santos tuvo en los siglos que antecedieron a la representación objeto de nuestro estudio. Ya Lutero había denunciado, en las 95 tesis que clava en la puerta del Castillo de Wittenberg, el uso idolátrico e incluso irracional de las reliquias en el ámbito de la Iglesia católica. A lo largo de los siglos entre el pueblo cristiano había crecido una relación idolátrica y supersticiosa con las reliquias de los santos. Hasta un pasado reciente se pudo observar, por ejemplo, en el conjunto de reliquias conservadas en la Catedral de Palma de Mallorca, la de un ala del Arcángel san Gabriel y la de la leche de la Virgen María. Innumerables reliquias de la Cruz de Cristo, clavos con los que fue clavado en la Cruz que se multiplicaban sin final, …restos, partes del cuerpo, que desafiaban El sentido común.
De san Francisco de Asís no se conservaba ninguna reliquia de su cuerpo. Fallecido el 3 de octubre de 1225, en una humilde cabaña junto a la ermita de nuestra señora de Los Ángeles en las cercanías de Asís, rápidamente y para que su cuerpo no fuese llevado a otro sitio, fue sepultado primero en la iglesia de San Jorge de la ciudad de Asís intramuros. Pocos años después concluido el trabajo de la basílica de San Francisco de Asís extramuros, bajo el altar mayor de la basílica inferior, y cubierto por éste, se dispuso el cuerpo de san Francisco, evitando así cualquier contacto de los fieles con el mismo, no solo físico sino también visual. Es en esta ausencia del acceso al cuerpo del santo, para su veneración, en la que cobra sentido el relato sobre el deseo del papa Nicolás V de poder ver el cuerpo del santo. Habían pasado más de doscientos años y la distancia con los hechos, y la devoción a san Francisco de Asís movía el deseo del romano pontífice. Cabe pensar que después fue colocado en el mismo sitio, hasta que entre 1925 y 1932 se construye la cripta en la que se muestra el sarcófago que contiene en la actualidad los restos de su cuerpo. Estos habían sido encontrados por vez primera en 1818, quedando el episodio del papa Nicolás V relegado al lugar en el que descansan las piadosas leyendas, cuyo significado supera con creces el acontecimiento que las origina.
Porque el origen del hallazgo del papa Nicolás V no parece ser otro que el de ofrecer a los fieles y a los devotos de san Francisco una referencia en un evento de algo que forma parte de una convicción de fe: que Francisco de Asís, que fue definido desde los primeros momentos del fin de su vida, como un «alter Christus» participaba, en su muerte de aquello que Jesucristo había participado en su vida: la victoria sobre la muerte por la resurrección. Si bien Francisco de Asís no había resucitado, su aspecto en el hallazgo del papá Nicolás V, era el hallazgo de un muerto que vive, quizás porque en vida parecía muerto.
Conclusión
Tras lo expuesto hasta este momento podemos afirmar que hemos tomado conocimiento, por un lado, del quehacer de un artista, que en el contexto De la Iglesia de la contrarreforma en España y de las formas de vida común de la época, puso su habilidad y su técnica al servicio de la transmisión de imágenes coma e ideas, y significados que fueran capaces de acercar a quienes los observaban a la experiencia que había generado lo que se representaba.
La santidad
representada por Zurbarán no era fruto de la ascesis heroica de seres humanos
de una calidad y fuerzas superiores a los demás. En ellos la acción de la
Gracia había sido capaz de reflejar en cada una de estas criaturas, creadas a
imagen y semejanza de Dios, la belleza de su creador.
Zurbarán se
manifiesta así, como también es posible para cada artista, como el instrumento
que posibilita, desde la capacidad creativa y la contemplación del mundo
interior y exterior al artista, la experiencia de Dios, Belleza absoluta, en
aquellos que observan sus obras. En esta ocasión contemplando como la muerte es
vencida en aquel que supo hacer de su vida un reflejo de la gloria de Dios,
manifestada en Cristo, y marcada en Francisco de Asís con los signos de la
Pasión. Una muerte vencida por aquel que al inicio de su vida de penitencia
había descubierto que tenía un Padre en el cielo y que ciego y enfermo al final
de su vida, había podido alabar al autor de toda la creación por cada una de
sus criaturas a las que reconocía como hermanas.[12]
Chiara
Lubich (1920-2008) escribió: «Mira, yo soy un alma
que pasa por este mundo. He visto muchas cosas bellas y buenas y sólo
éstas me han atraído siempre. Un día (día indefinido) vi una luz. Me pareció
más bella que las demás cosas bellas y la seguí. Me di cuenta de que era la
Verdad»[13].
[1] DE LA CULTURA, C. P. La Via pulchritudinis, camino de evangelización y de diálogo. Actualidad catequética para la evangelización, 270, (2022), pp. 37-74.
[2] CAMINO, E. A Dios por la belleza. La via pulchritudinis, Ediciones Encuentro, 2016, pp. 20-24.
[3] GILSON, E. Elementos de la filosofía cristiana, RIALP, Madrid, 1981, p. 200.
[4] CAMINO, E., op. cit., p. 26
[5] Ibidem, p. 26
[6] DE LA CULTURA, C. P. (2022). La Via pulchritudinis, camino de evangelización y de diálogo. Asamblea plenaria 2004. Documento final.
[7] PLAZAOLA, J. Introducción a la estética: historia, teoría, textos. Universidad de Deusto, Bilbao, 2007, pp. 316-317.
[8] Cees Nooteboom. Zurbarán pintor del misticismo, Siruela, Madrid, 2011, p. 9
[9] LUNA, J. J. El bodegón español en el Prado. De Van der Hamen a Goya, Museo Nacional del Prado, 2008, p. 167. Recuperado de: https://www.museodelprado.es/coleccion/artista/zurbaran-francisco-de/9c8d19fd-a3eb-4fb4-b8b6-e7d37423b0c0
[10] de Carlos Varona, M. C. “Ante obitum Mortuus, Post Obitum Vivus: Zurbarán y la representación del cuerpo de San Francisco”, Anuario del Departamento de Historia y Teoría del Arte,21, (2009), pp. 179-92. 182-183
[11] Concretamente en la segunda edición de la Vita de Philip Galle (Amberes, 1587), p. 6, de la que el grabador Thomas de Leu (1560-1612) realizó una copia que se publicó en París entre 1602-1614 y es un cuadro pintado por Eugenio Cajés para el claustro del convento de San Francisco el Grande de Madrid antes de 1613, que conocemos por un dibujo preparatorio.
[12] Francisco de Asís. Cántico de las Criaturas.