La esperanza: no, sí, como si

 

Hope: No, Yes, as If

 

Maximiliano Loria

Universidad San Pablo

jorge.loria@academico.ugm.cl

jmloria@ucsp.edu.pe

 

Resumen

El artículo que a continuación comparto no constituye una investigación académica en sentido propio. Más bien es el resultado parcial de una búsqueda. Una búsqueda de respuestas en medio de muchas preguntas; una búsqueda de luz en un horizonte de oscuridad; un grito de esperanza frente a la tentación de la tristeza. El itinerario es muy sencillo, aun cuando confío en que pueda ser tan fecundo para los lectores como lo fue para mí mismo, al menos en parte (las búsquedas jamás concluyen; las sombras nunca se disipan totalmente; la fe y la esperanza siempre están sujetas a pruebas).

En primer término, describo las ideas desarrolladas por A. Comte-Sponville en su ensayo titulado La felicidad desesperadamente (2008). En efecto, el autor asocia la sabiduría y la felicidad como la «ausencia de esperanza». En segundo lugar, comparto parte de lo que sostiene Byung-Chul Han en su libro El espíritu de la Esperanza. Han nos invita a asumir la «esperanza como temple anímico» que nos impulsa al nacimiento de lo nuevo. Sin este «soñar despiertos de la esperanza» estaríamos como muertos en vida. Como fruto del NO de Comte Sponville y del SÍ de Han, procuré la síntesis de COMO SI. Ojalá pueda ayudarlos a pensar sobre esta pasión y esta virtud que resulta, a mi juicio, indispensable para la construcción de una vida floreciente.

Palabras clave

Esperanza, Sabiduría, Felicidad, Acción, Angustia

 

Abstract

The article I share below does not constitute an academic research in the strict sense of the word. Rather, it is the partial result of a search. A search for answers in the midst of many questions; a search for light in a horizon of darkness; a call for hope in the face of the temptation of sadness. The itinerary is very simple, even though I trust that it may be as fruitful for the readers as it was for myself, at least in part (searches never end; shadows are never completely dispelled; faith and hope are always subject to tests).

First of all, I describe the ideas developed by A. Comte-Sponville in his essay entitled Happiness Desperately (2008). Indeed, the author associates wisdom and happiness as the «absence of hope». Secondly, I share part of what Byung-Chul Han argues in his book The Spirit of Hope. Han invites us to assume «hope as a soul temper» that impels us to the birth of the new. Without this «daydreaming of hope» we would be as if dead in life. As a result of Comte Sponville’s NO and Han's YES, I sought the synthesis of AS IF. I hope I can help you to think about this passion and this virtue which is, in my opinion, indispensable for the construction of a flourishing life.

Keywords

Hope, Wisdom, Happiness, Action, Anguish

 

Sponville o renunciar a la esperanza

Necesidad de la sabiduría: filosofar antes de que sea tarde

Al comienzo de su ensayo titulado La felicidad desesperadamente, Comte-Sponville (C-Sponville) nos recuerda por qué es necesaria la sabiduría: tenemos necesidad imperiosa de sabiduría porque morimos y no somos –al menos frecuentemente– felices. Y esto constituye una razón de peso para filosofar, a fin de volvernos un poco más sabios. El diagnóstico de nuestro filósofo resulta contundente: las personas suelen ser más infelices de lo que a priori creemos: no hay «grandes personas» (casi no existen referentes, personas sabias y felices que nos abran horizontes); por eso, hay que intentar filosofar, a fin de aproximarnos, aunque siempre sea de un modo limitado, a la felicidad y la sabiduría.

Con todo, es innegable que, cuando las cosas van mal, la mayor urgencia no es filosofar, sino procurar sobrevivir, luchar, ayudar y curar (aunque, también es cierto que la sabiduría ilumina y brinda horizontes de sentido para el combate). Pero, destaca C-Sponville, con frecuencia ocurre que no somos felices incluso cuando todo va más o menos bien. Por eso, si no queremos hacer como si nada ocurriese, hemos de preguntarnos «qué nos falta cuando no somos felices a pesar de tenerlo, exteriormente hablando al menos, todo para serlo». La respuesta de nuestro filósofo, y la mía propia, es categórica: nos falta sabiduría; nos falta «saber vivir». Quizá resulte demasiado, en términos humanos, pretender ser felices cuando todo va mal, pero al menos hemos de procurar una sabiduría menos ambiciosa que nos permita ser felices cuando todo va más o menos bien.

Sucede que la sabiduría no forma parte de nuestra condición natural, pero esto no es una excusa para vivir de cualquier modo o renunciar a la felicidad. No existe ciencia tan ardua como el «saber vivir» (aunque, no se trata de una ciencia en el sentido que hoy le damos al término, sino más bien de un «arte», pues si bien existen principios de la «vida buena», no existen recetas para aplicarlos a las situaciones concretas). Sin embargo, generalmente ocurre que «aprendemos a vivir» cuando parece que la vida ya ha pasado. Y es por ello que el filosofar sirve para saber vivir «antes de que sea demasiado tarde». Aunque, como enseñaba Epicuro, nunca es demasiado tarde para alcanzar la salud del alma.

 

La dimensión trágica de la felicidad: entre el sufrimiento y el aburrimiento

Todos tenemos un deseo natural de ser felices (la felicidad es lo absolutamente deseable). Al respecto, C-Sponville destaca que, en una primera aproximación, ser feliz es «tener lo que se desea»; no necesariamente «todo lo que se desea», pues entonces cada cual comprende que nunca será feliz en esta vida, aunque sí una buena parte, quizá la mayor parte (el autor recuerda aquí la tesis de Kant referida a que la felicidad es un «ideal de la imaginación»; en este sentido, cada ser humano, más o menos conscientemente, tiene su propio «combo de la felicidad»).

Pero el deseo pone de manifiesto una «carencia», es decir, una distancia que nos separa de aquello que anhelamos. El deseo es síntoma de «carencia» y la falta de lo que queremos engendra sufrimiento (sobre todo cuando lo que se desea es arduo de obtener o no depende enteramente de los propios actos). Por lo tanto, destaca C-Sponville, «mientras deseemos lo que nos falta, no podremos ser en realidad felices».

La argumentación avanza poniendo de manifiesto cierto dilema trágico: si «solo se desea lo que no se tiene», parece que estamos condenados a la infelicidad. No se trata de que nuestros deseos nunca sean satisfechos; ocurre más bien que, en cuanto el deseo es satisfecho, suele suceder que «ya no deseamos lo que tenemos» (lejos de tener «lo que se desea», usualmente se tiene «lo que se deseaba»). El conflicto puede expresarse mejor en estos términos: nos sucede que, o bien «deseamos lo que no tenemos», y sufrimos una «carencia»; o bien, «tenemos lo que desde ese instante ya no deseamos», y nos «aburrimos» al tiempo que nos apresuramos a desear otra cosa.

C-Sponville propone el ejemplo del niño que desea un regalo de navidad: es muy fácil desear el juguete que uno no tiene, el que a uno le falta, y decirse a uno mismo cuán feliz sería si lo tuviera. Pero es mucho más difícil desear el juguete que uno tiene, el que ya no falta. Seguidamente, el autor nos recuerda el razonamiento que hizo cuando niño al comprender el mal de la ceguera frente a una persona carente de vista: «este ciego, si recobrara la vista, sería feliz como un loco, simplemente por ver. Por lo tanto, yo, que no soy ciego, tengo que ser feliz puesto que veo. En lo sucesivo, seré perpetuamente feliz, puesto que la vista no le falta. Lo intenté, nos dice, pero nunca funcionó». Lo trágico de nuestra condición se resume en esto: la vista solo puede garantizar la felicidad a un ciego. Finalmente, un último ejemplo referido al amor de pareja: nada más fácil que amar a quien nos falta, pero amar a quien vive con nosotros, eso es otra cosa. Unas veces «amamos a quien no tenemos» y padecemos esa «carencia»; otras veces «tenemos a quien ya no nos falta» y nos «aburrimos» (el aburrimiento es definido aquí como la ausencia de felicidad en el lugar mismo de su presencia esperada).

Una vez más la dimensión trágica: la vida oscila, como un péndulo, del dolor al hastío. Una frase de Bernard Shaw ilustra magistralmente este conflicto: «hay dos catástrofes en la existencia: la primera, cuando nuestros deseos no son satisfechos; la segunda, cuando lo son». Con todo, C-Sponville destaca que esta aproximación primera sobre la felicidad es, en realidad, a su juicio, una concepción engañosa.

 

Cuatro estrategias: la trampa de la esperanza

C-Sponville se pregunta luego si es posible escapar de esta dimensión trágica, si podemos salir de este círculo vicioso de la frustración entre el «deseo de» lo no obtenido y el «aburrimiento de» frente a lo ya alcanzado. El autor propone tres estrategias, las cuales resumo brevemente a continuación:

        i.            En primer lugar, se destaca la búsqueda constante de «distracciones», el «olvido», la «diversión»: finjamos estar bien, que no nos falta nada o que no nos aburrimos con lo que ya tenemos: «estoy bien conmigo mismo, no necesito en realidad una compañera de vida»; «los personas que anhelan bienes materiales son superfluas, yo aprendí a estar bien con lo poco que tengo». C-Sponville no se detiene a juzgar a quienes adoptan este recurso, pero destaca que no se trata de una estrategia filosófica, puesto que, en filosofía, se trata precisamente de no fingir.

      ii.            Seguidamente, nos recuerda la posibilidad de la «huida hacia adelante»: hagamos como el jugador de lotería que se consuela pensando que acertará la próxima semana. Pensemos, sin fundamento racional alguno, que la próxima vez obtendremos lo que deseamos, simplemente por mero azar, porque mágicamente estaremos en el momento y lugar apropiados. Tampoco esta idea expresa, para el autor, una salida filosófica y menos aún una sabiduría.

    iii.            En tercer lugar, C-Sponville recuerda lo que denomina como «estrategia religiosa». No se trata de una «huida hacia adelante», sino más bien de un «salto», de aferrarse a una suerte de «esperanza absoluta» que no podría ser defraudada. En esta vida cargo mi cruz y me resigno a no conseguir nada de lo que quiero, puesto que –como enseña la fe– vivimos en un valle de lágrimas. Sin embargo, seré recompensado en el cielo por mi conducta y mi resignación aquí en la tierra. El «salto religioso» implica pasar de la «esperanza como pasión» a la «esperanza como virtud teologal» que tiene a Dios por objeto. El autor destaca que esta perspectiva supone la fe y que, si bien puede ser valiosa, no constituye una salida realmente filosófica.

     iv.         Finalmente, se enuncia una posibilidad que se considera fundada y filosófica: el intento de procurar liberarnos del círculo vicioso de la «esperanza» y la «decepción», de la «angustia» y el «aburrimiento»: dejar definitivamente a un lado la misma «esperanza», en tanto no depende de nosotros alcanzar lo que ella se propone. Tenemos que ser conscientes de la «trampa de la esperanza» que permanentemente nos invita a fijar la mirada en lo que no tenemos. Por este motivo, somos tanto menos felices cuanto más esperamos obtener lo que nos falta.

 

La felicidad en acto: felicidad desesperada

La argumentación avanza balanceando un poco la cuestión: es verdad que a menudo somos menos felices de los que otros creen o de lo que fingimos serlo, pero usualmente tampoco somos tan desgraciados. Porque entre la «felicidad esperada» (es decir, lo que sucede cuando nos decimos a nosotros mismos: ¡qué feliz sería si…!) y la «felicidad fallida» (la decepción y el aburrimiento que suelen embargarnos cuando obtenernos lo que tanto deseábamos) existen dos cosas, el «placer» y la «alegría».

Se trata del «placer» y la «alegría» que nos produce «amar lo que somos, lo que hacemos y tenemos». El autor menciona algunos ejemplos: el paseo por el campo en una tarde calurosa al tiempo que se bebe una cerveza bien fría; el placer de hacer el amor con la persona que se ama; el que a él mismo le produce dar su conferencia. Así, el placer del paseo consiste en «desear estar donde estamos» (triste el viajero que no espera felicidad más que a su llegada). Respecto a la conferencia, tanto el propio C-Sponville como los asistentes permanecen en la sala, unos escuchando y el otro hablando, porque lo desean y, por lo tanto, «desean lo que no les falta». Luego, afirma que sería desgraciado el amante que no desea más que el orgasmo frente al compromiso y la entrega gozosa del amor. Desdichada la persona que no es capaz de «ser feliz con lo que es, lo que hace y lo que tiene», aquel que reserva la posibilidad de ser dichoso para cuando obtenga todo lo que desea y le falta.

Por lo tanto, en muchas ocasiones, «deseamos aquello que no nos falta» y, por este motivo, ocurre que algunas veces somos felices. Esto es, precisamente, aquello que el autor denomina «felicidad en acto». La «felicidad en acto» implica «desear lo que tenemos, lo que hacemos, lo que es», o sea, «lo que no nos falta». Pero –y aquí se da un paso más en la argumentación– esta misma «felicidad en acto» es una «felicidad desesperada», es decir, una felicidad que no espera nada (que no se aplica a las cosas que no dependen de la propia voluntad, que no derrocha energías espirituales y psíquicas en la búsqueda de cosas que están al margen de las posibilidades propias).

 

La esperanza: desear sin gozar, saber y poder

Una vez descripta la posibilidad de una «felicidad en acto» como «felicidad que deja a un lado toda esperanza» (felicidad «desesperada»), nuestro filósofo se detiene a definir lo que entiende por «esperanza» y expone brevemente las razones para su rechazo. Para Sponville, la «esperanza» es una «especie de deseo» (en términos aristotélicos diríamos que el deseo es el género próximo y la «esperanza» una cierta especie). He aquí sus tres características específicas:

        i.            Es un deseo que se refiere a «lo que no tenemos» (por ello se la emparenta al futuro porque el futuro «nunca está aquí»). En este sentido, esperar es «desear sin poseer y, por lo tanto, sin gozar».

      ii.            Es un deseo que se refiere a «lo que no conocemos». Además de lo referido al futuro, cuando no conocemos como son o como fueron ciertas cosas «podemos tener esperanza con respecto al presente y al pasado». Aquí se propone un ejemplo de alguien que envía un correo y afirma: «espero que estés mejor». Como se ve, se trata de una esperanza que se refiere al presente. O bien, cuando se dice: «espero que tu operación haya salido bien», lo cual puede entenderse como una esperanza referida al futuro.

Por lo tanto, donde hay conocimiento ninguna esperanza es posible. Una esperanza es «un deseo que ignora si fue, es o será satisfecho». Por lo tanto, esperar implica, además de «desear sin poseer y gozar» (i), un «desear sin saber» (ii). Por eso, como mencioné, la «esperanza» casi siempre se refiere al futuro, porque el futuro nos es totalmente desconocido. En cuanto se conoce, en cuanto hay visión, deja de haber objeto para la «esperanza». La «esperanza» y el conocimiento nunca se encuentran; no se espera nunca lo que se sabe; no se conoce nunca lo que se espera.

    iii.          Es un deseo que se refiere a «lo que no depende de nosotros». No todo deseo que se refiere al futuro es siempre una esperanza, pues nadie espera que suceda aquello de lo que sabe que es capaz, aquello cuya realización depende –al menos casi enteramente– de su arbitrio (cuando C-Sponville fue invitado a pronunciar su conferencia no respondió «espero ir», sino «allí estaré»). Lo que depende de nosotros no es objeto de una «esperanza», sino de una «voluntad». Insisto, nadie espera aquello de lo que sabe que es capaz. La «esperanza» es un «deseo cuya satisfacción no depende de nosotros», a diferencia de la «voluntad» que «es un deseo cuya satisfacción sí depende de nosotros». Solo podemos esperar lo que somos incapaces de hacer, «lo que no depende de nosotros».

C-Sponville resume lo afirmado en los puntos precedentes diciendo que: esperar es desear sin «gozar», sin «saber» y sin «poder». El pensamiento estoico y de Espinoza parecen avalar la tesis de nuestro filósofo respecto a la necesidad de «erradicar la esperanza». Los estoicos, por ejemplo, consideraban la «esperanza» como una «pasión», y no como una «virtud»; como una «debilidad», y no como una «fuerza». Por lo tanto, el sabio se aplica solo a lo que depende de él. Por su parte, Espinoza afirma en su Ética que «cuanto más nos esforzamos en vivir dirigidos por la razón, mayores esfuerzos debemos hacer para no depender de la esperanza». Se trata, por lo tanto, de desear aquello que hoy tenemos, gozarnos en lo que hoy conocemos, aplicarnos a lo que hoy podemos.

C-Sponville cita de memoria una sentencia de Séneca en sus Cartas a Lucilio: «cuando hayas desaprendido a esperar, te enseñaré a querer». Hay quienes siempre «esperan» que las cosas cambien y jamás se comprometen a trabajar porque ello suceda; no es la «esperanza» la que hace héroes, sino el valor y la voluntad. Está muy bien esperar la justicia, la paz, la libertad, pero ello no es suficiente: hay que actuar por ellas, lo cual «no es una esperanza, sino una voluntad».

Puesto que aún no somos sabios, la mayoría de las veces nuestros deseos son «esperanzas», pero también es cierto que podemos «cambiar el chip» y hacer un esfuerzo por «amar aquello que somos, tenemos, conocemos y hacemos», es decir, desear aquello con lo que ya gozamos. Y si bien es cierto que somos menos felices cuanto más esperamos en el futuro, es también verdad que esperaremos menos cuanto más seamos ya felices (recuérdese lo afirmado sobre la «felicidad en acto»).

Seguidamente, C-Sponville nos recuerda la íntima relación que existe entre la «esperanza», tal y como él la concibe, y la pasión del «temor»: «esperanza» y «temor» son como dos caras de una misma moneda. No hay «esperanza» sin «temor», ni «temor» sin «esperanza». No hay «esperanza» sin «temor», pues al no depender de nosotros lo que deseamos que suceda, sentimos temor de que ello jamás acontezca. Lo contrario a esperar, a vivir anclados en realidades que no dependen de nosotros, no es temer, es vivir anclados en lo que conocemos, somos, tenemos y gozamos. Esto es, como ya se ha dicho, lo que se denomina «felicidad en acto», la felicidad que solo existe en el presente, no la felicidad fallida que se orienta hacia realidades que no dependen de nosotros.

 

Las tres formas de deseo

Para C-Sponville, el hombre se define fundamentalmente por su «deseo», pero hay tres formas principales de desear: el «amor», la «voluntad» y la «esperanza».

        i.            La «esperanza» es un deseo que se refiere a lo que aún no es –o al menos no sabemos si es o si fue; se refiere también, como se dijo, a lo que no depende de nosotros, a lo que no conocemos ni gozamos.

      ii.            La «voluntad», en cambio, es un deseo que se refiere, al menos dentro de situaciones normales, a lo que sí depende de nosotros.

    iii.            El «amor», a su vez, es un deseo que se refiere a lo real, a lo que somos, tenemos, y hacemos.

 

La desesperación del sabio

La «felicidad en acto» de C-Sponville es una «felicidad desesperada», pero puede entenderse ya que la «desesperación», en el sentido en el que el autor la toma, no implica un extremo de la desgracia o el abatimiento; es más bien lo contrario. Se entiende aquí la «desesperanza» en un sentido literal como «ausencia de esperanza», o sea, como el estado en el que uno vive la «felicidad en acto» sin poner en absoluto nuestra dicha en aquellas cosas que no tenemos y que no dependen de nosotros.

Pero la «desesperanza» al igual que la sabiduría son, para nosotros, algo arduo. La misma palabra, «desesperanza», pone de manifiesto la dureza y la dificultad de esta actitud, pues uno no se vuelve sabio de la noche a la mañana, como si pudiésemos instalarnos en la sabiduría al modo en que uno se instala en un sillón. Conseguir la «desesperanza» supone, en términos de Freud, un trabajo de duelo. La «esperanza» es, para nosotros, lo primero y, por lo tanto, hay que perderla, lo cual siempre es doloroso. En la misma palabra «desesperación», resuena un poco de ese dolor, de ese trabajo y dificultad que conlleva la búsqueda de la sabiduría de vida. Hemos de hacer cada día un esfuerzo por ser menos pendientes de la esperanza.

Pero, para nuestro filósofo, la «desesperanza» no debe ser equiparada a la tristeza, la renuncia o la resignación; es, más bien, «la desesperación del sabio». Con todo, es preciso entender la sabiduría simplemente como una «idea reguladora», como el objetivo que nos fijamos, sabiendo que se trata de un ideal. La «desesperanza» del sabio jamás se logra acabadamente, el algo que podemos encarnar de a ratos y mediante un permanente trabajo de nosotros sobre nosotros mismos. Si pudiese existir una persona verdaderamente sabia, C-Sponville diría entonces que «el sabio no teme ni espera nada», pues la sabiduría es la serenidad, la ausencia de temor; si el sabio no tiene miedo, es porque propiamente no tiene «esperanza».

Así, la propuesta de Sponville implica un horizonte de sabiduría que nos permite «no depender de la esperanza» y «liberarnos del temor»; conlleva la idea de una «felicidad en acto» abocada al «amor de lo que somos, tenemos y hacemos», pues, además, esa es la única manera de que el «vaso medio» lleno de nuestra vida pueda ir, poco a poco, acrecentándose.

En contraposición a la «esperanza» y el «temor», también la «felicidad» y la «desesperanza» son como dos caras de una misma moneda. La «desesperanza absoluta» expresa así la existencia del sabio (recordando, claro está, que esta forma de desesperación representa, más bien, un ideal regulativo), que sería también la nuestra si supiese vimos vivirla. En este punto, nuestro filósofo rememora, reinterpretándolo, un famoso verso de Dante. Pondría gustoso, nos dice, en la puerta del Paraíso el verso pedante que Dante puso a la entrada del Infierno: «perded toda esperanza al traspasarme». Desde la perspectiva del autor, en el Infierno es casi imposible no esperar, pues los condenados al menos desean acostumbrarse y sufrir un poco menos. Por el contrario, el bienaventurado, no puede esperar nada más puesto que lo tiene todo.

En definitiva, solo podría ser verdaderamente feliz aquel que ha perdido toda esperanza, pues «la esperanza es la mayor tortura» y «la desesperación la mayor felicidad». Así, cuando la «desesperación es absoluta», el amor a lo que se es, se tiene y se hace, la «felicidad en acto», puede abrirse paso; si se atraviesa el límite de la «desesperación», en lo sucesivo se abre delante de uno «un llano sereno»: he aprendido del pasado, pero no vivo anclado en él; tampoco me angustio por el futuro, puesto que jamás está en mis manos; el presente me basta; soy un hombre feliz.

La única forma de ser felices es renunciar al deseo de serlo, «dejar de esperar ser dichosos». La «desesperación» y la «felicidad» van de la mano, pueden y deben ir juntas: tendremos, pues, una «felicidad» proporcional a la «desesperación» que seamos capaces de soportar. Pero tiene que recordarse que esta «desesperación» no se relaciona con la tristeza, es más bien la «desesperación» del que ya no tienen nada que esperar porque el presente, lo que hoy es, tiene y hace, le basta o le colma. Claro que eso no significa que el sabio «lo sepa todo», «lo pueda todo» o «encuentre solo placer en todo». Pero el sabio ha dejado de desear otra cosa que no sea lo que sabe, lo que puede, o aquello con lo que hoy se goza; no desea más que lo real, y en ese deseo de lo que tiene, es y hace encuentra una «desesperada alegría».

 

Han o el espíritu de la esperanza:

Esperanza y acción

Al comenzar el primer capítulo de su libro El espíritu de la esperanza, Han recuerda que, para la mitología griega, la «esperanza» era el más temible de todos los males que bullían dentro de la caja de Pandora. Sin embargo, también destaca que la «esperanza» se quedó dentro de la caja y, en este sentido, se podría considerar como el antídoto escondido para todos los males de la humanidad. La «esperanza», nos dice, nos hace «perseverar» a pesar de todos los males que vemos en el mundo.

Cuando nuestra vida queda despojada de todo sentido, se reduce a supervivencia o, a lo sumo, a la perpetuación del consumo. Pero, nos dice Han, los consumidores no tienen «esperanza», pues lo único que tienen son deseos y necesidades; aquel que tiene «esperanza» no reduce la vida al consumo de cosas que lo distraen de la persecución del sentido.

En contraposición a lo que suele pensarse, es decir, al hecho de que la «esperanza» constituye una espera pasiva que nos aliena respecto del aquí y ahora, Han destaca que la «esperanza» nos mueve a actuar, pero la acción implica la posibilidad de un futuro distinto. Tener «esperanza» es mucho más que aguantar pasivamente y simplemente desear; ella implica entusiasmo, pasión militante, resolución a actuar. La «esperanza» es una fuerza que nos permite ver el mundo bajo una luz nueva; es un «temple de ánimo» que no sabe lo que es «darse por satisfecho» o «quedarse uno contento» cuando la realidad no nos deja tranquilos.

La «esperanza» es una fuerza que potencia la vida y nos preserva de la parálisis existencial. Es la actitud que presagia el nacimiento de lo nuevo, que permite vislumbrar aquello que solo está en germen. Siguiendo a Nietzsche, Han compara la «esperanza» con el embarazo, pues tener «esperanza» nos conduce a estar a la expectativa del nacimiento de lo nuevo, elevándonos por encima de lo que no debería existir. La «esperanza» nos permite soñar despiertos, proyectar una vida nueva y mejor, pero no para evadirnos de lo real, pues la «esperanza» inspira acciones creadoras de futuro con base en la realidad. Ella, insiste nuestro filósofo, no se resigna a lo que no debería existir, a lo que huele a podrido.

Han contrapone los sueños nocturnos, en los que estamos solos con nuestras fantasías, a los sueños diurnos que permiten englobar un «nosotros», un sentido de comunidad que nos permite albergar la «esperanza» de que las cosas puedan cambiar: los sueños diurnos contienen una dimensión política, mientras que los nocturnos se quedan aislados en el ámbito de lo privado. Los revolucionarios, nos dice el filósofo, sueñan de día, lo hacen junto con otros y mirando con «esperanza» hacia adelante.

La «esperanza» es, en realidad, el motor de toda acción que procure un nuevo comienzo; ella es capaz de obrar milagros. Las personas son competentes para actuar porque pueden esperar, ya que no es posible recomenzar sin «esperanza». La «esperanza» nos permite soñar hacia adelante, expresa un anhelo y un presagio de redención, pues nos brinda la posibilidad de no cargar con las consecuencias negativas –y no predecibles– que nuestras acciones pasadas pudieron desencadenar (lo que Han denomina «culpa ontológica»). La «esperanza» nos permite soltar el pasado al tiempo que nos volvemos atentos a «lo que ha de venir», a lo que todavía no existe, pero que, anclados en ella, nos animamos a construir; la «esperanza» confía en que el futuro no está clausurado, en que aún quedan piezas por jugar, en el hecho de que no todo está escrito; confía en la realidad de un horizonte abierto, aunque existan muchas cosas que en absoluto dependan de nosotros.

Lo propio de la «esperanza» es la resolución a actuar, inspirando la capacidad de «imaginar futuros alternativos posibles» a fin de romper con lo antiguo y abrirnos a lo que está por venir. En tanto nos moviliza, incluso políticamente, la «esperanza» no nos evade del mundo, sino que nos lleva a comprometernos más activamente con la posibilidad de un cambio, una nueva realidad en la que la injusticia y el desamor no tengan la última palabra. El «espíritu de la esperanza» nos induce al riesgo de construir una vida nueva, su esencia no es la quietud, la paz propia de los cementerios, sino el corazón inquieto que impulsa a abrir caminos precisamente allí donde todo parece estar amurallado: la esperanza arriesga el salto (un lanzarse sin redes de contención ni seguridades mundanas) hacia la conquista de una nueva vida.

Han nos habla de la «esperanza absoluta» como algo que nace de la negatividad de (el no resignarse a) la «desesperación absoluta», como un «temple de ánimo que germina cerca del abismo». La «desesperación absoluta» conlleva la convicción aparente de que ya no es posible ninguna acción; es el estado propio de la presa que se experimenta finalmente acorralada por el cazador y a la que solo le queda aceptar su (mala) fortuna. Es un estado, nos dice el autor, en el que colapsa toda narrativa existencial dadora de sentido, en el que se desmoronan todos los conceptos a partir de los cuales podemos describir y comprender nuestra vida: «solo es posible actuar dentro de un entramado de sentidos. Si se rompe dicho entramado, ya solo queda hacer cosas sin sentido», pero ninguna acción verdadera es posible.

Han describe la situación de un modo conmovedor: cuando la «desesperación absoluta» hace su aparición no se trata solo de «resolver un problema» o «gestionar un conflicto concreto», puesto que las situaciones problemáticas son déficits al interior de una situación existencial que aún conserva su sentido. Pero, se pregunta el autor, ¿qué ocurre cuando lo que se desmorona es el propio contexto vital, la narrativa que dotaba de sentido a nuestra realidad en su conjunto?: de la «desesperación absoluta» no puede salvarnos ninguna «solución de problemas», sino, en todo caso, una «redención».

Se necesita aquí una apuesta total por el sentido; hablo de una elección metafísica radical: o detrás de todas las cosas se encuentra el absurdo del «nihilismo», o –aunque no podamos comprender todavía cómo ni porqué– «todo cuanto acontece es admirable». Es verdad que colapsaron nuestros esquemas; es cierto que no llegamos a captar el sentido último de la pérdida terrible que nos aqueja. Sin embargo, el «espíritu de la esperanza» no se resigna al absurdo, porque el dolor que hoy atravesamos constituye una excepción al bien y la belleza que por doquier nos asaltan, aunque no tengamos ahora fuerzas para sostenernos, aunque nos parezca imposible volver a comenzar de cero. La «esperanza absoluta», nos dice Han, solo puede asentarse en una fe inquebrantable en la «existencia de sentido», aun cuando no poseamos la clave para descifrar lo que nos acontece. Tras la pérdida o abandono totales, surge la paradoja de que la luz de «la esperanza emerge de las tinieblas más profundas». Por ello, es inherente a la «esperanza» la porfía, el espíritu de lucha.

Junto al autor insisto en que no se trata de una simple «actitud positiva» frente a la desgracia: es la convicción profunda, anclada en la razón, de que lo real en cuanto tal manifiesta orden, belleza, teleología y sentido, incluso en medio de los más terribles dolores, perdidas y sufrimientos. Siguiendo una intuición kantiana, diría que es la certeza ontológica de que, una vez comprendida la ley moral que hay en mí y la belleza del cielo estrellado sobre mí, el absurdo no puede tener la última palabra. En términos cristianos decimos que «ni un solo cabello cae de nosotros sin que el Padre lo consienta» y que «todo tiende al bien de aquellos que aman a Dios». La «esperanza es la condición de posibilidad de la vida. Recordando palabras de la poetisa I. Bachmann, Han nos dice: quien no tiene esperanza, no vive y no ama; quien no confía en la posibilidad de encontrar el sentido (de llegar a las «costas de Bohemia»), de algún modo, ha dejado de ser persona. La «esperanza» nos promete un «hogar» cuando todavía no conocemos el camino que nos conducirá hasta ese refugio en el que ya no podrá empañarse nuestra alegría.

Una vez más: la «esperanza absoluta» solo puede nacer de la negatividad de la «desesperación absoluta», pero no se trata de un rechazo simplemente voluntarista del dolor y el sufrimiento; la «esperanza de una redención» solo puede surgir de una auténtica convicción metafísica (y religiosa) referida al sentido último de todas las cosas, a la idea de que el «caos» solo es posible sobre un trasfondo de «cosmos», de que el duelo solamente podría emerger a partir de la experiencia profunda de un amor que ha colmado la existencia. Un nuevo orden puede resurgir de las cenizas, un nuevo amor estará esperando a la vuelta de la esquina, pues «¿dónde está muerte tu victoria?». De las ruinas de una narrativa que se agota y de un amor perdido, emergerá, dialécticamente, una síntesis más sólida y la posibilidad de un vínculo más fecundo.

El mal de la «desesperación» solo es posible sobre un trasfondo de «esperanza» que se ha desvanecido. Sin embargo, una cosa es fracasar respecto a tal o cual situación concreta (una vocación que se ha frustrado, una relación puntual que se termina) y otra muy diferente es la caída en el «nihilismo del sentido» y en la «clausura definitiva» frente a la posibilidad de un nuevo comienzo. El orden y la belleza del mundo, la dignidad maravillosa que se esconde detrás del más olvidado de los seres humanos, rechazan este anclaje en el sinsentido. Y cuando hay sentido, hay espacio para un renacer de la «esperanza», incluso cuando a mi alrededor todo parezca derrumbarse: Abraham creyó en contra de toda esperanza, recuerda Han.

Con todo, nuestro filósofo destaca que la «esperanza absoluta» es sobre todo una actitud anímica que hunde sus raíces en el más allá, en la certeza de un sentido que no necesariamente tiene que verse reflejado en el éxito temporal o en acontecimientos mundanos. La «esperanza absoluta» no se afinca en el optimismo del triunfo, sino más bien en la conquista de una excelencia humana que ya no necesita de reconocimientos pasajeros. Si hay sentido significa que, en medio de la «desesperación absoluta», la «esperanza absoluta» puede brotar trayendo, más tarde o más temprano, el fruto maduro de una plenitud existencial que ya no encuentra su dicha en el aplauso de este tiempo.

Vale la pena finalizar este apartado con reproduciendo una estrofa que Han toma de El Orfeo de Monteverdi:

 

«Bajo tu protección, mi diosa/ Esperanza, único bien/ de los mortales afligidos, / he llegado ahora/ a este lúgubre y tenebroso reino,/ donde jamás penetran/ los rayos del sol./ Eres tú, mi compañera y guía,/ quien ha conducido por estos caminos/ extraños y desconocidos/ mi paso débil y tembloroso,/ y por eso espero todavía/ volver a ver esas luces benditas/ que a mis ojos no traen más que el día».

 

La diosa Elpis que protege en medio de las sombras, ha de conducirnos, nuevamente, a contemplar las luces benditas de un nuevo amanecer.

 

Angustia y esperanza

Heidegger entendió la «angustia» como un «temple anímico», como un modo ontológico básico que nos descubre la existencia del modo más amplio y original. Pero Han nos recuerda que la «esperanza» puede constituirse también en aquello que defina y temple radicalmente nuestro ser. A diferencia del miedo que siempre se orienta hacia un objeto concreto, la «angustia» no se dirige a algo determinado: uno se «angustia» del hecho mismo de estar arrojado en el mundo. Y lo mismo sucede, desde la perspectiva de nuestro filósofo, con la «esperanza», en tanto que ella tampoco tiene un objeto definido.

Los «estados de ánimo» tienen una importancia capital en tanto que constituyen una suerte de a priori de cualquier percepción consciente. Antes de cualquier tipo de comprensión, ya hemos experimentado el mundo, y a nosotros mismos, a partir de un determinado «temple anímico». En Ser y tiempo la «angustia», en tanto que nos aísla, aparece como la posibilidad de una apertura privilegiada a la existencia auténtica. Pero, una vez más, Han recuerda que la «angustia» no tiene por qué ser el único «estado anímico» que abre y esclarece la realidad humana; la «esperanza» puede abrirnos a un modo de ser mucho más luminoso.

Ocurre que, según Heidegger, la existencia auténtica solo emerge en el aislamiento, y no a partir de la convivencia con los otros. Aislamiento y «angustia» aparecen cuando los fundamentos de nuestra vida (valores, proyectos y convicciones) se ponen en crisis, cuando se derrumba el edificio de los modelos que nos son familiares, dice Han. Generalmente, nuestra existencia se despliega de forma inauténtica, simplemente repitiendo maneras de pensar y actuar que nos han sido heredadas, de modo que lo que Heidegger denomina el «uno impersonal» nos dicta cómo debemos sentir y juzgar. Pero este «uno impersonal» aliena la existencia de su posibilidad ontológica más propia. Frente al cotidiano acecho de esta vida inauténtica, solo la «angustia» nos aísla y nos salva de la alienación de caer en el «uno impersonal».

Han se pregunta entonces qué horizonte de posibilidades puede abrirse para la existencia angustiada una vez que se ha podido dejar a un lado la manera impersonal de estar en el mundo. Y es precisamente en este punto donde propone nuevamente la «esperanza»: la «angustia» se opone a la «esperanza» porque en ella se constriñe radicalmente el campo de nuestras posibilidades; a la existencia angustiada se le cierran las puertas de lo venidero, en ella no cabe la posibilidad de un advenimiento. En cambio, la «esperanza» como «temple anímico» agudiza el sentido para captar lo posible, para discernir gérmenes de vida en medio de las cenizas de lo viejo. El mundo se presenta de un modo totalmente distinto para la mirada de aquel que acoge la «esperanza», mientras que los que se dejan dominar por la «angustia» no pueden ven más que murallas allí mismo donde la «esperanza» vislumbra senderos.

Cuando el existente se afinca en la «angustia» como forma auténtica de vivir, la persona solo puede ser pregonera de aislamiento: «debes abrazar tu propio sí mismo» si pretendes dejar a un lado lo común de una vida atrapada por el «uno impersonal». Por ello, cuando domina la «angustia» es imposible que emerja un verdadero «nosotros». La «esperanza», en cambio, nos exhorta a salir al encuentro de los demás y a tender las manos para un proyecto compartido. Allí donde la «angustia» genera aislamiento, la «esperanza» forja «comunidad». Aunque parezca paradójico, la diligencia por el otro no sería para Heidegger otra cosa que un llamado a que se abrace la «angustia»: Heidegger, dice Han, desconoce esa otra forma de ser solícito que consiste en abrirse al otro con amor y afecto; no entiende de las formas de existir en las que la persona se trasciende a sí misma en una dedicación amorosa a los demás.

La «angustia» heideggeriana nos conduce a centrarnos en el propio yo; para ella todo gira en torno al yo. En contraposición, la «esperanza» implica salir del propio sí mismo e ir amorosamente al encuentro del otro: quien tiene «esperanza», dice Han, está camino del otro, pues está convencido de que los cambios más profundos solo pueden surgir cuando el «nosotros» aparece. Nadie se salva solo; lo nuevo solamente es posible cuando los yoes se ponen juntos en camino en la configuración de un proyecto de liberación compartido. Y esto solo puede advenir cuando hay «esperanza», cuando puede dejarse a un lado la «angustia» que nos instala en nuestro «ser para la muerte». Es cierto que somos contingentes y vamos a perecer, pero la «esperanza» se parece a la fe porque ella se afinca en la convicción de que «hay sentido», de que el «nihilismo» no es en verdad el principio y el fin último de todas las cosas, de que el ser no es una simple excepción entre dos abismos del no-ser.

La «esperanza» como «temple de ánimo» se diferencia del simple «deseo de» debido a que ella no se aferra a nada concreto que «tiene que suceder», ella no está sujeta a la ocurrencia de un determinado suceso intramundano, no depende, dice Han, de cómo acaben sucediendo las cosas. La «esperanza» se eleva por encima de los acontecimientos e impregna la totalidad de la existencia, pues ella vive de la convicción de que, más allá de cómo terminen ocurriendo los hechos, en tanto hayamos podido trascender el aislamiento angustiado del yo y salido al encuentro amoroso de los otros, todo acabará teniendo algún sentido: quien tiene «esperanza» ama, cree, se entrega y trasciende la inmanencia del yo, y ese es, pues, el verdadero triunfo sobre el sinsentido de la muerte. Quien solo piensa en sí mismo, al modo en que Heidegger nos exhorta, no podrá tener «esperanza» ni será capaz de amor.

La «esperanza» tiene en Han algo de mesiánico, pues nos abre las puertas a lo nonato, a la Gracia, a lo que está por nacer; la «angustia», en cambio, nos cierra las puertas al futuro, es incapaz de soñar, no conoce el ánimo festivo frente al misterio de la natividad. La «angustia» se centra en la muerte y solo vive del recuerdo de lo pasado; la «esperanza» mira hacia lo venidero, no se rige por la muerte, sino por el nacimiento; no niega el hecho de la finitud, pero es capaz de mirar incluso más allá de la muerte.

Los «temples anímicos», en ocasiones, nos invaden, pero no son algo que deba constituirnos de una vez y para siempre; el existente humano es capaz de salir del «uno impersonal»; sin embargo, ello no significa que deba necesariamente arrojarse al aislamiento de la «angustia». No se afirma aquí que la configuración de una existencia fundada en la «esperanza» sea algo sencillo; exige pues un trabajo de nosotros sobre nosotros mismos, una cierta violencia contra la insistencia de thanatos que muchas veces nos acecha. Con todo, la clave está en el «nosotros», en el hecho de que la «esperanza» nos mueva a salir al encuentro amoroso de los demás, a tender la mano al que está caído al borde del camino. Y cuando hay amor, y cuando no estamos solos, la «esperanza» nos enseña que todo es finalmente posible.

 

Palabras finales: Sponville, Han… y yo

La «esperanza» como «temple anímico» define una manera de posicionarse ante la vida. A mi juicio, ella solo puede sustentarse en la apertura al «sentido»; me refiero a la convicción de que «hay sentido», aun cuando este muchas veces se nos escape de las manos. Es verdad que suele existir una brecha entre el «sentido» subjetivamente captado y el «para qué» real de las realidades y los acontecimientos. La comprensión no se logra de una vez y para siempre; es imprescindible «purificar la visión del sentido», cosa que no siempre se realiza sin dolor: este vínculo que debió hacerse eterno se mostró frágil y contingente; aquel proyecto que parecía superfluo de repente ocupa un lugar preponderante. Desciframos progresivamente el lugar de las situaciones y las personas en la narrativa teleológica de nuestra existencia. Puede haber «esperanza» porque hay «sentido», pero «no hay comprensión del sentido sin sabiduría». Por eso acuerdo con C-Sponville en el hecho de que filosofamos porque no somos sabios, porque todavía no somos (o lo somos muy poco) felices. Nunca es tarde para filosofar, porque nunca es tarde para procurar la comprensión y la dicha.

Luego de los desarrollos precedentes no puedo menos que preguntarme: ¿dónde está la verdadera sabiduría?; ¿he de hacer caso a C-Sponville y «acallar mis esperanzas» entendidas como el anhelo de algo que no depende enteramente de mi obrar?; ¿debo concentrarme en el «amor de lo que soy, lo que tengo y lo que hago», sin pensar en el hecho de que, aunque hermosas, esas realidades no colman los anhelos de mi corazón? Me detendré en algo concreto incluso a riesgo de parecer demasiado autoreferencial para ser filósofo. Por ejemplo, luego de haber fracasado en un proyecto de vida familiar de casi veinte años, mi alma todavía anhela tener un «hogar» con una mujer que sea verdaderamente una compañera de vida. Pero es evidente que eso no depende enteramente de mí. Puedo prepararme aprendiendo de mis errores pasados y mostrarme abierto a la posibilidad de una relación, aunque encontrar a la persona adecuada es algo que escapa de mis manos. Si le preguntara a C-Sponville, seguramente me diría que debo erradicar dicha «esperanza», porque si tengo mi atención puesta en ella sufriré demasiado la carencia de una compañera, lo cual no significa que, si tengo la fortuna de encontrarla, no pueda amarla y gozarla con todas las fuerzas de mi corazón.

En cambio, si Han me respondiera, diría que la «esperanza» es un «temple anímico» positivo que me auxilia para ver el germen de posibilidades nuevas, de un nuevo nacimiento, en medio de un presente en el que parecen cerrarse los caminos. Quizá también diría que, aunque no es seguro que halle dicha compañera, la «esperanza» me predispone mucho mejor para dicho encuentro que la «angustia» y el aislamiento de la soledad. Por último, seguramente afirmaría, que, incluso si no encuentro la pareja esperada, ello no consistiría un absurdo ni un sinsentido, sino que, con el paso del tiempo, comprendería que realmente fue lo más oportuno para el despliegue de mi mejor versión.

No creo que C-Sponville se rindiese ante semejante consejo. Él diría que la «esperanza» me sumiría en la ansiedad y recordaría que siempre que se espera «no se goza, ni se conoce, ni realmente se puede». A su favor, puede decirse que todos sabemos que, cuanto más se muestra uno ansioso por obtener algo, más posibilidades se tienen de arruinar la situación. Entre hombres es normal escuchar cosas como: «debes mostrarte indiferente», o «las chicas huelen la desesperación», o «cuanto más disponible te muestras para una mujer, menos te valoran».

Más allá de mis urgencias amorosas, el ejemplo me permite mostrar concretamente la emergencia del dilema: dejo a un lado la «esperanza» y me concentro en las cosas que realmente dependen de mí, sabiendo que la persona, si tiene que llegar, aparecerá en el momento adecuado, o bien cultivo un ánimo esperanzado respecto a la posibilidad de lograr aquello que mi corazón anhela, intentando incluso visualizarme anticipadamente en la situación ideal que espero para mi vida: la casa con chimenea, el san Bernardo tirado a mis pies, una biblioteca colmada de libros, el chocolate caliente y el abrazo de una cálida compañera (solo falta la película navideña de Netflix dirán algunos).

Es verdad que la «esperanza» tal y como Han la describe implica sobre todo un «temple anímico» y no tanto del deseo de cosas concretas. Pero, ¿es posible vivir la «esperanza», ya sea mundana o ultramundana, sin que ella ponga su mirada en una determinada realidad en la que, más tarde o más temprano, nuestras expectativas sean colmadas?

 Personalmente, considero que ambos filósofos, C-Sponville y Han, afirman la verdad, al menos en parte. Como siempre, la dificultad estriba en la posibilidad de una síntesis. Es innegable que, cuando dejamos de «amar lo que somos, tenemos y hacemos» (la «felicidad en acto» de C-Sponvill), al tiempo que posamos la mirada especialmente en «aquello que nos falta», nos envuelven la tristeza, la impotencia y la incertidumbre, pues «esperar» no es otra cosa que «desear sin gozar, sin poder y sin saber». Con todo, también es cierto que, como dice una conocida canción de Ismael Serrano, «da igual que el vaso esté, medio lleno o medio vacío, si no sacia tu sed», es decir, podemos valorar lo que «hoy somos, tenemos y hacemos», pero resulta absurdo fingir estar bien cuando todavía anhelamos realidades fundamentales de las que aún carecemos, como procuré manifestar a partir de la idea de una compañera de vida y un «hogar».

Han tiene razón sobre la necesidad de la «esperanza» como «temple anímico» esencial porque, como mencioné ya, ella nos permite reconocer el germen de nuevas posibilidades en medio de situaciones humanamente difíciles, cuando no desesperantes; la «esperanza» es capaz de abrir los cerrojos de las puertas más firmemente cerradas y constituye el impulso que nos da fuerzas para levantarnos cada mañana. Es verdad que la fe religiosa, para aquellos que tenemos la gracia de poseerla, nos brinda la certeza de que la «película de nuestra vida» tendrá, al menos en el otro mundo, un final feliz, pero ¿qué ocurre con las «esperanzas temporales» que todos tenemos y que, en tanto seres esencialmente deseantes, no podemos olvidar por más que optemos por la estrategia «desesperada» que C-Sponville nos aconseja?; ¿cómo no convertirme en un hombre triste, un triste ser humano, si solo me dedico a «amar lo que poseo» cuando a cada instante me veo tironeado por cosas que aún me faltan? Una vez alguien me dijo que era egoísta al no mostrarme agradecido por lo que tengo y estar triste por desear aquellas cosas de las cuales carezco. Sin embargo, no se trata de que no ame lo que poseo y ni me preocupe por cuidarlo y cultivarlo; no se trata de que las cosas que se me han dado no me hagan sentir, al menos en parte, dichoso. Aun así, esas cosas, a veces, simplemente no alcanzan; a veces no puedo resignarme a vivir en paz con lo que tengo, pues pienso que esa paz sería como la paz de los cementerios, una paz rebosante de la imperturbabilidad de la muerte. Y no somos seres para la muerte.

En ocasiones, se nos dicen cosas como: «tienes que cargar con tu cruz y resignarte a lo que Dios te manda». No digo que no existe la dimensión sobrenatural de la cruz y que ella no tenga una potencialidad redentora. Solo pienso que aquello que muchas veces decimos que es «nuestra cruz» no es más que la expresión de nuestra cobardía para pelear por aquello que, aquí y ahora, anhelamos: la chimenea, el San Bernardo, la Biblioteca, etc. Kant solía decir que, si bien no está garantizado el hecho de que seamos realmente felices en este mundo, al menos tenemos que comportarnos de manera tal que seamos «dignos de serlo». Personalmente, lo interpreto del siguiente modo: tengo que vivir de manera tal que sea digno de tener todo aquello que, incluso en este mundo, deseo; tengo que vivir de manera tal que, si hay un Dios, pueda decir desde el cielo: «che (pienso en un Dios argentino), hay que darle a este tipo lo que quiere, pues mira toda la garra que le está poniendo».

¿Cuál sería entonces mi síntesis entre C-Sponville y Han? Creo que yo apostaría por lo que llamaré la actitud paulina del «como si». Pablo dice, en el capítulo siete de su carta a los Corintios, que «los que lloran, [deben vivir] como si no llorasen; y los que se alegran, como si no se alegrasen; y los que compran, como si no poseyesen; y los que disfrutan de este mundo, como si no lo disfrutasen» (Corintios 7, 30-31). Análogamente, coincido con Han que es imprescindible que la «esperanza» (no la angustia, ni tampoco el miedo) se constituya en nuestro «temple anímico» fundamental, incluso en lo que se refiere a expectativas concretas y específicamente mundanas; hemos de vivir en el anhelo de «ver las costas de Bohemia antes de morir».

Sin embargo, bajo ese «temple anímico» fundamental, y para no distraernos de aquellas cosas buenas que hoy tenemos y debemos amar y hacer fructificar, tendríamos que hacer «como si» no tuviéramos «esperanza», es decir, podríamos dejar ficticiamente entre paréntesis aquello que nos falta y que no depende enteramente de nosotros; no debido a que, en realidad, no lo queramos, sino porque el deseo de lo que aún carecemos no puede disiparnos de la obligación de aplicarnos a lo que ya hemos obtenido. Que la «esperanza esencial y absoluta» fundamente todo lo que somos y hacemos, pero que en la «cancha de la vida» procuremos actuar de tal forma que dejemos a un lado la tensión continua por aquello que nos falta. Quizá todo pueda resumirse en la convicción cristiana de que «el Padre sabe lo que necesitamos y nos lo dará en el momento oportuno».

Vuelvo a la «casa con chimenea», al deseo de formar un «hogar» plenamente fecundo sustentado en el compromiso del amor. No niego que en mi corazón existe cierta tristeza de la falta, pero tampoco me dejo arrastrar por el desaliento, pues la «esperanza» me mueve a levantarme cada día y confiar en el milagro del encuentro; con todo, en el mientras tanto del despliegue de las actividades cotidianas, intento vivir la «felicidad en acto». Después de todo, tener tiempo para escribir un artículo sobre la «esperanza» y poder vivir, al menos modestamente, de la filosofía, no es ya poca cosa. De lejos, aun así, escucho el tenue ladrido de un San Bernardo y el olor a chocolate caliente que llega de la cocina al mando de una «pibita» que me ama.